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Muerte de Vallejo con mujeres
(adaptación de Guillermo Samperio) César murió de vida y no de tiempo, cuando llegaron a dos sus dos maletas. Y en su estómago cupo su lámpara en pedazos, su ombligo en que mató sus piojos natos, sufriendo como sufrió del lenguaje directo del los leones. ¿Qué pudieron hacer las mujeres que lo amaron sino cambiar de llanto? Al sentido instantáneo de la eternidad le correspondió ese encuentro investido de hilo negro. Le gustaba la vida enormemente pero, desde luego, con su muerte querida, su café y una cabellera de perfume francés a su lado. Vámonos, pues, les dijo una noche, a comer yerba, carne de llanto, fruta de gemido, mi alma melancólica en conserva. Vámonos, vámonos. Estoy herido: vámonos a beber lo ya bebido, vámonos, cuervas, a fecundar a su cuervo. Y César salió a la calle, seguido de una turba de mujeres vaporosas. De los Campos Elíseos al dar vuelta en la extraña callejuela de la luna, su defunción se fue, parte de su cuna, y, rodeada de gente, sola, suelta, su semejanza humana se dio vuelta y despachó a sus sombras femeninas una a una. Sus recuerdos se fueron de su piel, rascándose el sarcófago en que nacen y suben por su muerte de hora en hora y cayeron, a lo largo de su alfabeto gélido, hasta el suelo. Se quedó en la eterna nebulosa, ahí, en la multiesencia de un dulce no ser. Pero ¿ignoró que la noche estaba enterrada con espuelas detrás de la cocina? Antes de que las mujeres lanzaran sobre César la primera palada, les dijo: “¿Es para eso, que morimos tanto? ¿Para sólo morir, tenemos que morir a cada instante?” Pero a los tres días, los cuervos lo desenterraron, el hombre se levantó, se sacudió los gusanos y los piojos. A un sacerdote que pasaba por ahí, quien había enterrado a una mujer que alguna vez fue hermosa, César lo cuestionó: “¿Cómo escribir, después del infinito?” |